14/8/07

Jovellanos en Yuso

14/08/2007
Opinión
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES
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El nombre de las cosas que imploraba el poeta a la inteligencia. El vivero de esas palabras que son piedras cimeras de un idioma que, andando el tiempo, ambiciona explicar el mundo. En la cuna del castellano, en el monasterio de Yuso, de San Millán de la Cogolla, fue encontrado un manuscrito de Jovellanos que traduce la «Ifigenia» de Racine. En el mismo lugar que es morada de las glosas emilianenses. La coincidencia es grandiosa. Y, en días recientes, acaba de ser presentada esta obra por parte del Foro Jovellanos. Como escribió el doctor Menéndez Peláez en este periódico, la noticia culturalmente hablando es todo un acontecimiento literario. Recuerde el lector que desde que comenzó la llamada por Ortega tibetanización de España hasta 1843, año en que Sanz del Río va a estudiar a Alemania, ningún español tiene permitido ampliar estudios en el extranjero. Parece que hablamos de 1769. El polígrafo gijonés se aventura a traducir a Racine, cuyo texto a su vez se inspira en la obra de Eurípides «Ifigenia en Áulide». El empeño jovellanista es, ya entonces, río arriba. A los estudiosos les corresponde analizar cómo sale Jovellanos de este empeño en tanto traductor y poeta. Siendo esto de un interés filológico indiscutible, lo que en verdad importa, más allá de los aspectos lingüísticos y literarios, es el espíritu de un hombre que busca en otra lengua algo que va más allá del asunto teatral propiamente dicho. La paradoja es de tal calibre que Jovellanos, siendo isla en la España de su tiempo, hizo cuanto pudo para sacar a España de su propio confinamiento. Fue la suya una voz sin eco, un sermón perdido parodiando a Clarín. Monasterio de Yuso. San Millán de la Cogolla. Cuna de las glosas que dan origen a uno de los idiomas más universales que en el mundo han sido y siguen siendo. Allí se encontraba la traducción de Jovellanos. No tardará en empezar a valorarse por parte de los expertos qué huellas pudiera haber en las obras teatrales jovellanistas de este texto que tradujo y que además pudiera ser la ópera prima del polígrafo gijonés. Pero, por encima de todo, está el destino de este manuscrito. En un lugar donde convergieron caminos y lenguas, que, por imperativos históricos y geográficos, confluyeron el castellano y el eusquera, Jovellanos, muchos siglos después, hizo que Racine hablase español. Juan Luis Alborg, a propósito del siglo de Jovellanos escribió: «El siglo XVIII representa en España un intento de renovación que abarca por igual todos los aspectos de la cultura.(...) Encarna el paso de incorporarnos al espíritu de Europa». Parece indudable que la traducción del ilustrado gijonés va en esa línea. Menéndez y Pelayo, a pesar de su conservadurismo, se refirió a Jovellanos como «aquella alma heroica y hermosísima, quizá la más hermosa de la España moderna». Caso González, por su parte, considera a Jovellanos la más importante figura intelectual del siglo XVIII y lo define en los siguientes términos: «Es el hombre de formación más amplia, de espíritu más abierto, de cultura más completa, de mayor personalidad, de más equilibrada actitud humana, cultural, política, religiosa, de todo el siglo XVIII». El hallazgo de la traducción de la que venimos hablando es seguro que confirmará que la obra de Jovellanos, como dijera Machado de sus versos, «brota de manantial sereno». Desde ahora en adelante, pensar en Jovellanos remitirá inexorablemente a la cuna del idioma que tanto amó y con el que intentó explicarse el mundo. Y hacérselo a los suyos más comprensivo y habitable. Si Stendhal «sobre todo, amó», Jovellanos, sobre todo, lo intentó por su país que, oficialmente, fue con él cainita y cicatero. Por todo lo dicho no podemos no alegrarnos de este encuentro. Tampoco no podemos no consternarnos con su trayectoria vital e intelectual, que confluyeron tanto y tanto y que fueron orilladas desde la mezquindad más nauseabunda. En todo caso, anotemos que el tránsito por esta vida y por esta obra pasa también por San Millán, por su afán de «sílabas juntadas» que dieran a su idioma y a su país una ventilación por la que los espíritus más alerta suspiraban y clamaban. Y lo seguirían haciendo siglos después.

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