13/8/07

La estéril política iberoamericana

IBEROAMÉRICA se ha dividido entre los partidarios de dos modelos de sociedad: los defensores de la democracia y la economía de mercado, que buscan alianzas estrechas y provechosas con Estados Unidos y la Unión Europea, y aquéllos que pretenden defender una alternativa que denominan el «socialismo del siglo XXI» y que está basada en recetas fallidas, probadamente fracasadas, y que se deslizan con gran facilidad hacia modelos totalitarios. Los primeros están representados por Chile o Brasil, que no por tener presidentes socialdemócratas han dejado de confiar en los beneficios del liberalismo económico y el pragmatismo político. Estos países progresan, están venciendo las rémoras históricas que han mantenido a gran parte de sus sociedades en la pobreza, y encaminan su porvenir hacia el logro de importantes mejoras. Los otros, abanderados ideológicamente por el languideciente modelo castrista y alentados por el dinero fácil que obtiene Hugo Chávez del petróleo venezolano, avanzan hacia el caos y el fracaso. Si un Gobierno con el ascendente histórico como el que tiene España en América no es capaz de distinguir entre unos y otros, no debe extrañarse de que su capacidad de influencia se neutralice y se agote en gestos estériles. A falta de una definición racional de nuestra política exterior en Iberoamérica, el Gobierno sigue con una trayectoria errática, sorteando sin mucha fortuna las actitudes irritantes de ciertos gobiernos hacia las compañías españolas que arriesgaron sus inversiones en aquellos países en momentos en los que nadie más creía en su futuro. Para tener una política iberoamericana hace falta que se enmarque dentro de una diplomacia que defienda principios y objetivos claros y razonables. Lo único que se puede decir por ahora es que el Gobierno carece de ellos.
Al contrario, con iniciativas de tan poco calado como esta gira de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega -obligada de nuevo a soportar en solitario el peso del Ejecutivo- no contribuimos en absoluto a mejorar la situación en aquellos países con los que tantos lazos nos unen. España tiene la obligación de ayudarles, señalando al menos los errores graves a los que se encaminan si continúan con las excéntricas políticas del castro-chavismo. El Ejecutivo debería defender los intereses de las compañías españolas, tantas veces pisoteadas injustamente para alimentar los bajos instintos del populismo rampante. Cuando Rafael Correa se jacta de que va a hacérselas pasar moradas a Telefónica a la hora de renovar sus concesiones, o Evo Morales presume con orgullo de haber expropiado por decreto parte de los intereses de Repsol, quiere decir que la proyección económica de la política exterior no funciona como debiera. Lo que está pasando en Argentina con las compañías pesqueras españolas merecería que la visita de la vicepresidenta fuera acompañada de un gesto inequívoco de firmeza que expresase el descontento legítimo frente a una serie de abusos intolerables, ante los que las autoridades de Buenos Aires hacen oídos sordos. ¿De qué les han servido a los pobres nicaragüenses las fotografías dramáticas de la vicepresidenta en un miserable basurero de Managua si acto seguido el Gobierno sandinista de Daniel Ortega da pasos para alejarse de la esfera occidental y prefiere expresamente las conspiraciones antinorteamericanas de Hugo Chávez y sus amigos iraníes, que se dedican luego a culpar a España y a los «quinientos años» de todos sus males? Probablemente gestos como éste han tenido el efecto electoral que deseaba el Gobierno (en España), pero no pueden considerarse como un avance en nuestra política exterior, ni tampoco redundan en el progreso de estos países.
Quiera o no, el Gobierno tendrá que optar por apoyar uno u otro modelo en Iberoamérica, y si no rectifica, lo único que conseguirá es debilitar la propia imagen de España en el exterior. Bien está la gira de la vicepresidenta primera, siempre que se utilice para defender los legítimos intereses españoles en un área convulsa.
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ABC-España/13/08/2007

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