3/9/07

La microhistoria, la magia y la política

03/09/2007
Opinión
Luisa Valenzuela
LA NACION
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El paso de Carlo Ginzburg por nuestra ciudad nos conectó con la microhistoria, disciplina que suele concentrarse en textos perdidos sobre algún personaje secundario pero representativo, para estudiarlo dentro del contexto macrohistórico de la situación política o las creencias religiosas y morales de su época.
Por lo pronto, como autora me siento justificada. Al menos en parte, no tanto debido a la escritura de cierta novela sino a su actual reedición. Todo reencuentro con el propio texto es un desafío, una forma de instalar en el hoy aquello que pertenecía a un ayer bifronte: el tiempo real de la primera publicación y el tiempo ficción en el cual transcurre lo narrado. Pero ya lo sabemos, el tiempo, ese invento por demás humano, tiene cierta tendencia a hacerse recurrente. Razón que nos impulsa a escribir, en defensa de la memoria y para que el pasado no vuelva a repetirse. Conviene recordarlo una vez más, porque los y las novelistas solemos dudar de la ulterior utilidad de nuestra labor. En el caso que me concierne, el tema volvió al tapete, por suerte no para reincidir sino para condenar, en muy meritoria intención de saneamiento del tejido social. De golpe saltaron a la conciencia nacional los horrores de la Triple A y de su factótum, José López Rega, llamado el Brujo. Surgió también la necesidad de extraditar y juzgar a quien lo tuvo de mentor y ministro, María Estela Martínez de Perón, la Presidente. Motivo por el cual, en un plano infinitamente más modesto, cuajó la idea de reeditar aquella novela que los pintaba a ambos con pinceladas barrocas de negrísimo humor.
Fue en 1980, viviendo en Nueva York pero de vacaciones en México, que me asaltó una pregunta. La misma que muchos de nosotros debemos de habernos hecho en más de una oportunidad: ¿cómo pudo ser que el pueblo argentino, que en aquel entonces se preciaba de ser el más alfabetizado de América latina, estuvo en manos de un nefasto ministro que era en realidad -amén de otras locuras- un brujo confeso?
Cuando no hay respuestas directas, cuando no se buscan respuestas directas, se escribe una novela. Eso hice en aquel entonces, y sufrí, y me divertí, y agucé las antenas y puse en marcha toda la posible capacidad de intuición y los filos del lenguaje. ¿Cómo se escribe una historia tomada de la historia? Y para colmo historia tan reciente que los historiadores aún no le habían hincado el diente. De esa masa amorfa que es el pasado inmediato, ¿cuáles son los ingredientes necesarios para armar el pastel? Preguntas que, por suerte, no me planteé a lo largo de esa travesía, lanzada a escribir como con cuerda, con un ímpetu creciente. El texto se fue transformando así en una reflexión sobre las ambiciones de poder, la búsqueda del poder omnímodo, su locura. Trabajé a contrapelo de las novelas de dictadores que proponían entonces los integrantes del boom . No tomé un dictador sino una sombra dictatorial y al llamado realismo mágico lo encaré desde la perspectiva de este sur de sures que invierte los términos. Me lancé a explorar un derrotero tortuoso, perverso, en un intento por alcanzar el borde de lo que no puede ser dicho.
La novela se fue gestando con pluralidad de voces, porque de escribirla en tercera persona no habría podido eludir el impulso de juzgar y condenar al Brujo de la forma más antiliteraria. Creo que la literatura debe dejar espacio para que el lector/a se involucre, saque sus propias conclusiones, cree su propio tribunal interior y sus identificaciones. Entonces le di la voz al macabro protagonista que, alegando escribir su autobiografía, se lanzó muy a mi pesar a apropiarse del lenguaje todo y a superarme a mí, la simple autora del artilugio, que se me iba escapando de entre las manos como si fuera de agua -aunque, por lo que podía leerse, estaba hecho de pura sangre. Sangre de los otros, naturalmente.
Correrá un río de sangre y vendrán veinte años de paz , reza la antigua profecía de Don Bosco con la que abre la novela y contra la cual el brujo pelea a lo largo de sus páginas, con la intención aviesa de seguir alimentando tamaño caudal. Las armas que utiliza para lograrlo son múltiples y despliega en todo su esplendor las artimañas del terrorismo de Estado, en calidad de asesor de sucesivos gobiernos militares.
Pero no quiero contar un argumento. Apenas diré que la novela fue navegando no sólo por una multiplicidad de voces sino también de títulos ( El brujo Hormiga roja , Señor del Tacurú , Amo de tambores , Dueño de La Voz) hasta que supe de un látigo particularmente dañino, el teyú riguá , el látigo "cola de lagartija" que en siglo XIX se usaba en la provincia de Corrientes para castigar a los reos. Entonces, puesto que el grueso de la acción transcurre en los esteros del Iberá, Cola de lagartija , sí, de múltiples implicancias.
La magia, por supuesto, flota en cada una de las páginas y no podía ser menos, dada la índole del protagonista, autor entre múltiples otros textos de una Astrología Esotérica (secretos develados), que ya en el prefacio aclara:
"¡Guardar secretos y esconderlos del conocimiento mundial lleva siempre a brindar un exagerado poder a determinadas personas o grupos que, como simples seres humanos, son pasibles de caer en falta y apropiarse de los mismos en provecho propio, olvidando a sus HERMANOS!"
El poder y los secretos. Se sabe que el Brujo olvidó a sus hermanos, por más mayúsculas que empleara al nombrarlos: el accionar de la Triple A lo atestigua. En la política mundial las artes esotéricas han jugado un papel preponderante y secreto. Como si fuera imposible tomar decisiones de grueso calibre sin el apoyo de adivinas, quirománticos, brujos. Se dice que Aleister Crowley, autobautizado la Bestia 666, no sólo asesoró a Hitler (ya muy bien asesorado de suyo en necromancia) sino que le pasó a Churchill, que necesitaba un símbolo potente para oponerse a la svástica, la idea de los dos dedos levantados formando una V, que pasó a ser de la victoria cuando en realidad era, en las ciencias ocultas, la señal de los cuernos del maligno. Parecería que en las más encumbradas esferas del poder sólo pueden establecerse pactos con el Altísimo o con el Bajísimo, para ellos es lo mismo. Así va la cosa, magia y política, pareja frecuente, ideal para llevar al libro. Hay buena tela para cortar por estas latitudes, pasto para los microhistoriadores del futuro. Pensemos en la década del 90, sin ir más lejos. Por el norte de nuestro país se dice que el ex presidente Carlos Saúl Menem tenía salamanca propia en una gruta perdida de La Rioja y había hecho pacto con el demonio, quien cobró sus favores, siguiendo su maldita usanza, con la vida de Carlitos Junior.
Los pueblos van creando sus propios mitos, sus metáforas, que nos dicen mucho si sabemos interpretarlos. O si simplemente nos dejamos llevar por el hilo narrativo. Así es como empiezan a correr los escalofríos en quien pretende tan sólo escribir una novela. Porque, sin proponérnoslo, van surgiendo las premoniciones, los aciertos. En Cola de lagartija predije un futuro periódico peronista, La Voz , y el tumor testicular del personaje, y unos cuantos detalles más hasta descubrir ahora que Menem se dice sucesor de Don Bosco.
No pretendo tener un particular talento adivinatorio. Sostengo simplemente que toda vida es una narrativa, y quien intenta escribirla, si deja libre curso a su percepción más profunda, encontrará ese hilo que va conectando los distintos sucesos. Quizá sea éste el material que estudian los microhistoriadores. Y al cual nosotros, humildes súbditos de una política que pocas veces hemos elegido, deberíamos prestar nuestra máxima atención.

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