12/3/08

ESCARBANDO...LQ somos.

Todo liquido
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Una nota muy interesante y que convoca a la reflexión la de
Antonio Marín Segovia. He leído algunas cosas de Zygmunt Bauman cuyo concepto, para entender estos tiempos (post modernos en las relaciones sociales) él categoriza en el estado líquido, quizá contraponiéndolo a las sólidas relaciones anteriores. Segovia introduce una idea nada despreciable, si bien hasta podría parecer anticipatoria: relaciones gaseosas (con estilo y con humor). Incita a la reflexión, muy buena nota, un capítulo del libro MODERNIDAD SITIADA, de Barman. Para entender, reflexionar, debatir, la nueva sociedad que debate en la soledad individualista y busca soluciones individuales a problemas sistémicos -bueno, él lo dice mejor-. Me ayudó a terminar de entender el fenómeno de las "casas del gran hermano" y su alta audiencia entre los mas jóvenes (sobre todo, aunque muchos adultos también ingresaron a fisgonear, aunque por otras cuestiones). Es también un análisis pormenorizado de la sociedad de los talk-show. Vale la pena leer
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LQSomos. Mónica Oporto. Marzo de 2008
Más artículos de la autora
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5. Como se ve en TV*
En diez años, sostiene Jacques Attali,l habrá, a cada instante en el mundo, más de 2.000 millones de televisores encendidos a la vez. Pienso que el ver­dadero impacto que tiene la televisión sobre nuestra forma de actuar y de pensar debería buscarse en esta presencia masiva, ubicua e indiscreta de las imágenes transmitidas por TV. La televisión ha conquistado el mundo ya sus habitantes. Sin embargo, ¿cuál es el resultado de la invasión más exitosa de la historia?
Desde el comienzo de la invasión, las consideraciones acerca del impacto del nuevo medio de comunicación en la vida de los seres humanos y su inte­racción han oscilado entre un punto de vista casandriano y uno panglosiano. Los casandrianos veían a la TV como el próximo gran paso en el camino ha­cia el totalitarismo que fa sociedad había seguido desde el comienzo de los tiempos modernos: la Wunderwaffe** del Gran Hermano y sus secuaces, un arma insuperable e irresistible de empobrecimiento intelectual, lavado de ce­rebros, adoctrinamiento e imposición de un conformismo irreflexivo, empu­ñada por los que detentan el control de las cámaras de TV contra los especta­dores sentados frente a la pantalla de sus televisores. Los panglosianos la recibieron como el próximo gran paso en el camino hacia la emancipación que la humanidad había seguido desde ese gran despertar que se llamó la Ilus­tración: si el saber es poder, y la pantalla es una vitrina a través de la cual se pueden contemplar las joyas de la corona del conocimiento humano, la TV es, o está destinada a ser, una de las armas más poderosas para la libertad in­dividual en la construcción de sí y la auroafirmación.
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* Este capítulo fue publicado inicialmente en Ethical Perspectives, 2-3, 2000.
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1 Jacques Attali, Dictionnaire du XXIeme siec/e, Fayard, 1998, p. 318 [trad. esp.: Diccionariodel siglo XXI, Barcelona, Paidós, 19991.
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** Término alemán que significa "arma maravillosa'. Con ese nombre se llamó, durante la caí­da del III Reich, a la supuesta arma secreta que revertiría el curso de la guerra. (N de T.)
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Políticas de vida
Los casandrianos y los panglosianos siguen discutiendo todavía, y su que­relle [querella] renace con nuevas fuerzas cada vez que hay un nuevo invento informático, y cada vez que llega a los comercios un medio nuevo o más o menos nuevo. Pero había un punto en que los antagonistas se mostraban de acuerdo: la TV, al igual que el resto de los nuevos medios, es más que nada una manera de hacer realidad aquello que los seres humanos, individual o co­lectivamente, han querido hacer desde siempre, sólo que hasta el momento no habían tenido el tiempo, el dinero, las herramientas o los conocimientos necesarios para hacedo a semejante escala, o con consecuencias tan profundas como las que habían deseado suscitar. De hecho, uno puede ser casandriano o panglosiano si y sólo si piensa que los fines están dados y lo que falta son los medios, por lo que la significación de todo cambio consiste en actuar sobre la facilidad con la que se persiguen y se alcanzan (por medios hasta aquí desco­nocidos o aún no disponibles) los objetivos (que ya están dados).
Una posibilidad que rara vez salía a relucir en las disputas entre casandria­nos y panglosianos era que lo que hacía la televisión no era tanto cambiades las cartas a los jugadores como cambiar el juego mismo; que en el caso de los medios, como en tantos otros casos, son los propios medios los que se bus­can objetivos a los que podrían aplicarse, o con su sola presencia hacen apa­recer nuevos fines sin necesidad de buscados; que los nuevos medios tienden a fijarse nuevos objetivos, a la vez que un nuevo juego cuyos objetivos son el premio mayor: y que el fracaso a la hora de reconocer que, entre las conse­cuencias de los nuevos cambios, pocas habían sido previstas, da como resul­tado una ceguera amnésica ante la verdadera naturaleza de las nuevas realida­des que se están sucediendo. A mi entender, el principal efecto de la televisión fue una lenta pero incesante derogación de los objetivos que alguna vez die­ron sentido a la querelle entre los casandrianos y los panglosianos.
A Marshall McLuhan le corresponde el crédito de haber sido el primero en abrir una brecha en el marco cognitivo que los antagonistas habían fijado conjuntamente. El descubrimiento de que "el medio es el mensaje" desvió la atención del contenido del argumento, de la percepción y la retención, es de­cir de aquello que se planifica y se controla o es en principio controlable, a la transformación irreversible de los modos en los que se argumenta y se esce­nifica lo argumentado, se perciben las imágenes y se lleva a cabo la retención, cosas que ni se planifican ni son completamente controlables. Fue como si los blancos de acción terapéutica del medicamento hubieran cambiado de lugar con sus efectos colaterales
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Como se ve en TV
La brecha pronto se vio ampliada por la inversión fundamental que vino a establecer Elihu Katz de la supuesta relación entre la "realidad" y su "represen­tación mediática": por su descubrimiento de que los acontecimientos existen solamente cuando son "vistos por TV". De ahí, había un solo paso hacia el si­mulacro 2 de Jean Baudrillard, esa curiosa entidad que, como una enfermedad psicosomática, echa por tierra la sacrosanta distinción entre realidad y ficción, entre lo "verdadero" y su representación, entre el hecho y elftitiche,3* entre lo "dado" y lo "inventado". El simulacro es hiperreal, una presencia más real que la realidad misma, dado que es una especie de realidad que ya no permite un "afuera" desde el cual podría examinársela, criticársela y censurársela.
En una habitación alfombrada de pared a pared, el piso no se ve: uno se vería en un aprieto si le preguntaran de qué material es, pero a menos que se lo pregunten, uno difícilmente se pondría a pensar en el suelo. Dado que el sol brilla ininterrumpidamente para más de 2000 millones de televisores encendidos, el mundo que se ve es el mundo como se 10 ve en TV. No tiene mucho sentido preguntarse si lo que uno ve en televisión es la verdad o sólo una mentira. Tampoco tiene mucho sentido preguntarse si la presencia de la televisión hace que el mundo sea mejor o peor. Por cierto, ¿cuál sería el pun­to de referencia para juzgado? ¿Dónde, más allá de la imaginación, hay un "mundo sin televisión" que la aparición de la TV podría mejorar o empeorar? Uno no puede imaginarse su propio funeral sin presenciado a la vez, y tiene el mismo sentido preguntarse si el hecho de que uno lo presencie hace mejor o peor el funeral. Se hace todavía más difícil ver el mundo más que como una "oportunidad para la foto" que se aprovecha al máximo, como un mundo sin televisión imaginándose la televisión. El mundo se hace presente a la vista co­mo una sucesión de imágenes a grabar, y lo que no puede grabarse en imáge­nes no pertenece al mundo. Los turistas salen armados de video cámaras: só­lo cuando están de vuelta en sus hogares, al mirar en la pantalla del televisor lo que grabaron, pueden estar seguros de que sus vacaciones tuvieron efecti­vamente lugar.
El mundo con televisión es diferente del mundo, ya pasado, sin ella, y uno se ve llevado con toda naturalidad, por inducción, a la conclusión de que lo que marcó la diferencia fue, precisamente, el advenimiento de la televisión. Dado que existen razones para tenerle aversión al mundo "como se ve en TV", hay asimismo razones poderosas para culpar al mensajero por la sustancia de esa diferencia. Como culpar al mensajero por los males del mensaje es una costumbre históricamente muy arraigada, y como la mayor parte de los men­sajes hoy en día suelen llegar por televisión, hay buenas razones para suponer que se seguirá culpando a la televisión por los males de un mundo en el que habitan tanto los productores de TV como los espectadores de los programas que éstos producen.
Y sin embargo, hay razones tan buenas como ésas, si no mejores, para su­poner que el asombroso avance del medio electrónico habría sido impensable si el mundo no hubiera estado preparado para recibirlo o interesado en ab­sorberlo. Estas razones no tienen menos peso que las que le permitieron a Alexandre Ledru-Rollin, uno de los principales instigadores de la Revolución de 1848, gritarle a la multitud que inundaba las calles de París: "¡Déjenme pasar, tengo que seguirlos, yo soy su líder!".
Esto no significa que la televisión es "meramente" un transporte de men­sajes, y que la sustancia del mensaje no cambiaría si se sustituyera el mensa­jero. Lo que significa es que si los mensajes fueran diferentes tendrían pocas chances de que se los escuchara; y que los mensajes que tienen posibilidades de que se los escuche difícilmente podrían ser transportados por otro mensa­jero. Sea lo que sea lo que la televisión le hace al mundo en el que vivimos, parece haber un "calce perfecto" entre una y otro. Si la televisión guía al mun­do, es porque lo sigue: si es capaz de diseminar nuevos patrones de vida, es porque reproduce esos patrones según su propio modo de ser. Nuestro Le­benswelt y el mundo "como se ve en TV" actúan en complicidad. La televisión es, ciertamente, user-ftiendly, "amigable para el usuario", y nosotros somos los usuarios con los que ésta es amigable. Por más tentador que pueda resultar como pasatiempo, ponerse a pensar qué viene primero y qué viene después sería una búsqueda ociosa. ¿No sería mejor decir, en cambio, que entre el mundo "como se ve en TV" y el Lebenswelt que le sirve de marco a nuestra política de vida, y que creamos y recreamos en el momento en que la lleva­ mos adelante, hay una relación de afinidad así como de mutuo refuerzo cir­cular (o quizás helicoidal)? Podemos lamentarnos por la forma de uno u otro de estos mundos, pero debemos dirigirles nuestras quejas a ambos, unidos co­mo están en un abrazo inseparable. Intentar cambiar la manera de ser de la televisión no exige otra cosa que cambiar el mund
Pretendo, por lo tanto, aplazar, por el resto de mi argumentación, la cuestión de cómo debería ser el reparto de culpas entre ambas entidades, y la cuestión relacionada de cuál sería el punto de partida si se pretende esbo­zar un cambio para mejor. Quisiera, en cambio, centrarme en cierras instan­cias en las que existe consonancia (¿o deberíamos hablar, más bien, de reso­nancia?) entre el modus operandi de la televisión y la modalidad del mundo al que le damos forma a la vez que éste nos da forma a nosotros. Y, particular­mente, quisiera contarme en aquellas instancias que parecen particularmente relevantes para el presente estado y el futuro de la democracia, es decir (para emplear la definición de Cornelius Castoriadis), la sociedad autónoma com­puesta de individuos autónomos.
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Velocidad frente a lentitud
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En su apasionada crítica de la televisión y sus obras, Pierre Bourdieu señala que "uno de los principales problemas que plantea la televisión es la relación entre el pensamiento y la velocidad".4 El problema no se reduce a la dificul­tad que plantea pensar rápido, al tiempo que se necesita para procesar las ideas, para reflexionar y sopesar los argumentos. Hay más: en un intercam­bio veloz, en el que no hay tiempo para hacer una pausa y pensar dos veces antes de emitir un juicio, se le otorga un privilegio inadvertido a las "ideas recibidas", ideas triviales, compartidas por todos, que no exigen ni necesitan reflexión porque se consideran obvias y que, como los axiomas, no necesi­tan ser sometidas a prueba. Cuestionar lo que se supone "obvio", examinar lo que no suele discutirse, llamar la atención acerca de los aspectos que nor­malmente no se consideran o quedan en el silencio, eso es lo que requiere tiempo. Pero ningún otro medio de comunicación merece de manera más categórica el famoso adagio de Benjamin Franklin: "el tiempo es dinero". El tiempo es el recurso que en la televisión escasea notoriamente. Como se le ocu­rrió a un periodista francés, si Émile Zola hubiera podido hacer su defensa de Dreyfus en televisión, sólo habría tenido tiempo de gritar "J' accuse!".
La televisión, pública o privada, no tiene otro mundo en el que operar más que el mundo conquistado y gobernado por la competencia del merca­do. El rating es, podría decirse, "el destacamento dejado por los conquistado­res en la ciudad conquistada". El rating da cuenta del "poder de retención" de un programa: para alcanzar un rating respetable, hay que retener la atención de los espectadores mientras dure el programa, y los espectadores, una vez que han elegido ese programa de entre la larga lista de programas en exhibi­ción, deben poder confiar en que eso ocurrirá efectivamente. Para la televi­sión comercial, éste es asunto de vida o muerte: no quedaría nadie en su pues­to, ni en los cargos directivos ni en los estudios para sopesar los resultados, si eventualmente se decidiera experimentar más allá de la omnipotencia del ve­redicto de los ratings. La televisión pública tampoco está en mejor posición para resistir: opera en el mismo mundo, un mundo en el cual la competen­cia de mercado tiene el poder supremo, yen el que los gobiernos de turno, sin excepción, insisten en que se la respete y obedezca: los ministros se encon­trarían en problemas si se pusieran a gastar "el dinero de los contribuyentes" en producir programas que a los contribuyentes no les gustaría ver ni verían. La carrera por el rating es una competencia en la que todos los canales de te­levisión deben participar, y en la que todos deben demostrar su valor. Pero ninguno sería capaz de atraer televidentes si no lidiara con las capacidades de éstos y no se guiara por sus preferencias.
La atención humana es el objetivo principal en la competencia de los me­dios, y su bien más preciado; pero es también el recurso más escaso y, funda­mentalmente, el menos prescindible. Dado que el total de la atención no puede incrementarse, la competencia por la atención es un juego de suma cero, y no puede ser sino una guerra de redistribución: ciertos mensajes pue­den ganar más atención solamente a expensas de que otros la pierdan. La información que se ofrece excede largamente la capacidad humana de absor­ción y retención: según algunas estimaciones, un periódico cualquiera con­tendría tantos bits de información como los que recibía, en promedio, un in­dividuo del Renacimiento en el transcurso de toda su vida. No resulta sorprendente, entonces, que, como comentó George Steiner de manera su­cinta, los productos culturales hoy en día se calculen "para un máximo im­pacto y una instantánea obsolescencia": para capturar la atención deben ser impactantes (más impactantes que sus competidores); pero sólo pueden tener una duración efímera, porque están obligados a hacerles lugar a nuevos im­pactos. Steiner describe el modo resultante de ser-en-el-mundo como cultura casino: cada partida es breve, una partida reemplaza a la otra en rápida suce­sión, y los premios en juego cambian con velocidad pasmosa, y a menudo se devalúan antes de que el juego termine. Y, por supuesto, en todo casino hay una variedad de juegos, cada uno de los cuales intenta atraer a potenciales ju­gadores con luces de colores y promesas de premios inauditos calculadas pa­ra eclipsar los otros juegos del mismo edificio.
En un casino, y asimismo en una cultura casino, no tiene mucho sentido planificar a largo plazo. Uno tiene que tomar cada partida como viene. Cada partida es un episodio cerrado en sí mismo: ganar o perder una partida no in­fluye sobre el resultado de las partidas siguientes. El tiempo que se pasa en un casino es una serie de nuevos comienzos, cada uno de los cuales lleva rápida­mente a un fin, y la vida que compone la cultura casino se lee como una re­copilación de relatos breves, y no como una novela.
La televisión sintoniza bien con las habilidades y las conductas que la cuJ­tura casino fomenta y cultiva e, inducida por su instinto de supervivencia, se esfuerza por sintonizar cada vez mejor. Así es que los presentadores de noti­cias dicen sus parlamentos de pie, y no sentados tras sus escritorios, a la vez que las palabras que pronuncian vienen acompañadas de sonidos rítmicos, como los de un metrónomo, que les sirven para enfatizar el rápido paso del tiempo. Las salas de urgencias de los hospitales se convierten en la ambienta­ción predilecta de los programas de ficción: en ningún otro lado la vida se ve con mayor realismo, y se pone de manifiesto de manera más ostensible la fu­gacidad de la fortuna y el infortunio. En innumerables programas de pregun­tas y respuestas, gana el dedo que hace sonar el timbre más rápido, y no la mente que más piensa. La velocidad para responder cuenta más que el cau­dal de conocimientos del que provienen las respuestas: el conocimiento que demora en salir a la luz más que el instante fugaz que se les concede a los participantes no cuenta para nada: surfear rápido, no bucear profundo, de eso se trata la vida "como se la ve en TV". El éxito de un surfista depende de su ha­bilidad para mantenerse sobre la superficie.
La cultura casino de lo instantáneo y lo episódico conlleva el fin de "la política como la conocemos". La nuestra es una época de comida rápida, pe­ro también de pensadores rápidos y de oradores rápidos. Abraham Lincoln podía mantener hechizada a una audiencia a lo largo de las cuatro horas que duraban sus discursos de campaña. Sus sucesores no son capaces de sobrevi­vir a una campaña electoral si no dominan el arte de la frase efectista, y si no logran producir breves declaraciones ingeniosas que luego se traduzcan en breves y agudos titulares periodísticos. Grigori Yavlinski, que instruyó a los sufridos rusos acerca de las arcanas causas de sus interminables tormen­tos y las intrincadas vías que habrían de sacarlos de sus padecimientos, ape­nas arañó el 5% de los votos, mientras que al 50% de los rusos que les die­ron su voto a Vladimir Putin no les importó para nada la notoria frugalidad verbal de su candidato. Dos políticos que recientemente obtuvieron victo­rias electorales arrolladoras, Putin en Rusia y Tony Blair en el Reino Unido, se abstuvieron sabiamente de exponer sus programas políticos y sus filoso­fías: si hubieran actuado de otro modo, quizás habrían perdido algunos vo­tantes al oponerse a sus preferencias, pero habrían perdido muchos, muchos más, si les hubieran exigido un esfuerzo mental que no deseban ni podían hacer, y se arriesgarían a suscitar aburrimiento y diluir el interés. Conoce­dor, a partir de los análisis de Anthony Giddens, que la ausencia de pautas confiables es uno de los aspectos más vulnerables y dolorosos de la vida en nuestro entorno social cada vez más fluido: Blair prefirió concentrarse en apelar a que confiaran en él, dejando directamente sin discusión las políti­cas para cuya aplicación los electores habrían de depositarle su confianza. El otro motivo recurrente de los discursos de campaña de Blair fue la "moder­nización", un término tan vacío de contenido como útil para aludir a una supuesta seriedad y competencia científica a la hora de tratar el eterno y uni­versal anhelo humano por mejorar las cosas. Por supuesto, tras la victoria electoral, no había razón alguna para abandonar la estrategia victoriosa. Si­mon Hoggart, el columnista del Guardian, dijo lo siguiente acerca de una de las conferencias de prensa de Blair:
No es la primera vez que me sorprende cómo los discursos de Blair están más cerca de la música que de la mera retórica. Como una pieza musical, su objetivo no es informar, sino hacer que quien la escucha se sienta bien. Sus discursos tienen tanto que ver con hechos y políticas como la Sinfonía Pastoral con la política agraria [...] Nunca nadie terminó de escuchar undiscurso de Blair y dijo: "La verdad es que aprendí algo". Por el contrario,alaban la interpretación virtuosa y disfrutan del arrobamiento que les ha producido.5
Al igual que los surfistas, los políticos no pueden correr el riesgo de ayentu­rarse bajo la superficie. Y la doxa, el credo común sobre el que no se reflexio­na, pero que da color a toda reflexión, es el equivalente para el político de la superficie para el que surfea. Los políticos se sienten a salvo cuando mantie­nen su discurso público al nivel de lo que Nick Lee llamó recientemente "inescrutable claridad": "una certeza que pasa como tal siempre y cuando sus fundamentos se mantengan ocultos, siempre y cuando se la enuncie lo sufi­cientemente rápido como para escapar a todo análisis".6 Cuanto más escaso de palabras sea un discurso político, menos riesgos corren los políticos de ins­pirar pensamientos peligrosos.
Pero permítaseme repetir lo siguiente: no sería razonable ni justo culpar de una transformación tan radical del proceso político a la pantalla del tele­visor. Puede que los defensores del funcionamiento de los medios masivos de comunicación tengan más razón de la que creen tener cuando repiten que los medios no hacen más, aunque tampoco menos, que suministrarles a sus clientes lo que necesitan. En el "estadio líquido" de la modernidad, la movi­lidad, o más bien la capacidad de mantenerse en movimiento, es el material con el que se construye una nueva jerarquía de poder, el factor primordial de estratificación, en tanto que la velocidad y la aceleración son las principales estrategias apuntadas a volcar ese factor en favor de uno. En ese caso, dos ca­pacidades íntimamente vinculadas adquieren un valor sin precedentes para el éxito y la supervivencia. Una es la flexibilidad: la capacidad de cambiar de di­rección con poca antelación, de ajustarse instantáneamente a las circunstan­cias cuando éstas cambian, de no cargarse nunca de hábitos demasiado arraigados o de posesiones demasiado pesadas para transportarlas, o demasiado cercanas al afecto como para abandonarlas. La otra es la versatilidad, si no es que es diletantismo: uno debería evitar poner todos sus huevos en la misma canasta; el tiempo dedicado a ensanchar una capacidad personal (estrechan­do, inevitablemente, las miras) será profundamente echado de menos cuan­do la demanda de esa capacidad en particular caiga en el mercado, a la vez que otras capacidades se hagan más preciadas. Sabemos por aquellos que se dedican a estudiar la evolución que, en un clima muy cambiante, las especies "generales", no especializadas y poco exigentes son las que más chances de su­pervivencia tienen.
De Bill Gates, que para la mayoría de los principales ejecutivos de todo el mundo "es una figura heroica", sin dudas el equivalente actual de un Henry Ford y un John D. Rockefeller -los dos en uno-, Richard Sennett, que lo ha estudiado de cerca, tiene lo siguiente para decir:
Sus productos aparecen vertiginosamente y desaparecen con rapidez, mien­tras que Rockefeller quería poseer pozos petrolíferos, edificios, maquinaria o ferrocarriles por el largo plazo [...] Habló de posicionarse en una red de po­sibilidades antes de paralizarse en un empleo en particular [...] [Se muestra dispuesto] a destruir lo que ha hecho, si el presente inmediato así lo exige [...] es alguien que tiene la confianza necesaria para vivir en el desorden, alguien que florece en medio de los trastornos.?
No todos somos Bill Gates: si otros menos dotados y con menos recursos que él intentaran seguir su receta, seguramente acabarían envenenados.
La forma de vida de Bill Gates puede ser una estrategia exitosa sólo para unos pocos: para el resto es una receta que garantiza problemas y preocupaciones para un presente eternamente inseguro y un futuro testarudamente incierto. Sin em­bargo, esta argumentación caería en el vacío si se la confrontase con la dura realidad de la vida. Lo cierto es que el modo de vida de Gates dicta las reglas del juego, y mientras esto siga siendo así, el espíritu nómada de Gates segui­rá siendo un faro para los que guía por la senda del éxito, tanto como para aquellos a los que hace extraviarse en la jungla que él mismo ayudó a crear. Y mientras esto siga siendo así, las frases efectistas no tienen por qué temer por su futuro.
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Lo privado frente a lo público
Alain Ehrenberg, el sociólogo francés, eligió un miércoles de octubre de 1983 para establecer la fecha de un hito cultural (al menos en la historia de Fran­cia).8 Ese día, una mujer de nombre Viviane, que no era una celebridad ni nadie que por alguna otra razón estuviera en el candelero, sino solamente una mujer "común" como los millones de franceses que la vieron, apareció frente a las cámaras para anunciar que su marido, Michel, sufría de eyaculación pre­coz y que por esa razón nunca había sentido ningún placer con él. Se trata­ba, ciertamente, de un hito: el encuentro de la televisión -esa encarnación fi­nal de lo público- con la intimidad del dormitorio -el mayor símbolo de lo privado-. Puede que el anuncio de Viviane haya conmovido a los televiden­tes, y que haya tenido sus repercusiones por algún tiempo en el amplio espec­tro de los medios franceses, pero los miles de Vivianes y Michels que, desde ese momento, han seguido los pasos de la Viviane original, han dejado hace mucho de suscitar comentarios. Los "talk shows", las confesiones públicas de cuestiones privadas, se convirtieron, a partir de ese momento, en los empren­dimientos televisivos más comunes, triviales y predecibles, además de ser los que invariablemente ostentan los más altos ratings. Hoy vivimos en una so­ciedadconfesional. Hemos instalado micrófonos en los confesionarios y los hemos conectado a una red de acceso público, y ventilar en público la propia intimidad se ha vuelto la tarea sine qua non de toda figura pública y la obse­sión compulsiva de todos los demás. Como lo expresó el gran ingenio de In­glaterra, Peter Ustinov: "Éste es un país libre, señora. Tenemos derecho a compartir nuestra intimidad en lugares públicos". Los periodistas menos in­geniosos se disfrazan de guardianes del interés público y defienden el "dere­cho a saber de la gente"
Esa tarde de miércoles fue, ciertamente, un momento de agitación cultu­ral para Francia (otros países tendrán sus propias fechas); y por una serie de razones estrechamente conectadas.
La primera razón ya fue mencionada: los corredores entre lo privado y lo público han sido abiertos de par en par, la línea que alguna vez había sepa­rado ambos espacios ha sido borrada y se ha puesto en marcha el proceso de renegociación, largo e infructuoso. No es solamente que la prohibición que regía sobre la exhibición pública de las emociones se haya levantado, sino que además se fomenta el meticuloso examen y la abierta manifestación de senti­mientos, sueños y obsesiones de índole privada, que a la vez se ve alimenta­da, según la fórmula conductista, por el aplauso de la audiencia, más entu­siasta cuanto más salvajes y tempestuosas hayan sido las pasiones confesadas. Todos los días sin excepción, los presentadores de televisión incitan a sus in­vitados, y por carácter transitivo a los televidentes pegados a las pantallas de sus televisores, a "confesarse", a hacer a un lado todas sus defensas y a dejar­se llevar, sin detenerse en nada, deshaciéndose de esas ideas, ya perimidas, del decoro y la decencia. La moraleja es que ningún pensamiento ni ningún sen­timiento son demasiado privados para ventilarlos en público.
La segunda razón para hablar de una revolución cultural liderada por la televisión (o más bien, asistida por la televisión) es el nacimiento y rápido de­sarrollo de un lenguaje que permite compartir y comparar públicamente los sentimientos privados. Lo "subjetivo" solía ser sinónimo de lo inefable: la di­ficultad, quizás incluso la imposibilidad de expresarlos de manera articulada era uno de los principales rasgos distintivos de los sentimientos privados, y el principal obstáculo para la transgresión de la frontera entre lo público y lo privado. Como sabemos por Ludwig Wittgenstein, no hay ni puede haber al­go como un lenguaje privado, si con "privado" se quiere hacer referencia a la imposibilidad de comunicar ese lenguaje. Los "talk shows" son clases públicas que enseñan un nuevo lenguaje, que ensanchan la frontera entre lo comuni­cable y lo inarticulable, entre lo privado y lo público. La aparición de ese len­guaje hace algo más que permitirles a los actores y a los espectadores decir lo que sienten. Una vez que ese lenguaje ha hecho su aparición y que las viven­cias subjetivas de las cosas han adquirido un nombre, convirtiéndose así en ob­jetos que pueden buscarse, encontrarse, examinarse y discutirse (transporta­dos, como diría Martin Heidegger, del mundo invisible de la Zuhandenheit al territorio tan material de la Vorhandenheit), los únicos sentimientos y afectos que pueden ser reconocidos por lo que son son los que pueden ser comunica­dos: el lenguaje se crea su propio público y su propio espacio público.
La tercera razón es la tendencia inherente de los "talk shows" a representar la vida humana, su tema y sustancia, como un conglomerado de problemas in­dividuales que buscan una resolución individual que a su vez exige la utiliza­ción de recursos también individuales. Una vez más, es casi imposible decidir si habría que considerar que este formidable cambio fue liderado por la tele­visión o asistido por ésta.
Lo que es seguro es que todo lo que "se ve en TV" está en sintonía con la experiencia que el "mundo real" ofrece todos los días y a toda hora. Como comentó con agudeza Ulrich Beck, nuestras vidas se han convertido en "soluciones biográficas a contradicciones sistémicas". Uno po­dría decir que hallar una solución de ese tipo es imposible, que las contradic­ciones sistémicas no pueden resolverse a través de políticas de vida individua­les. Pero en eso estamos, y no hay un vínculo evidente entre las políticas de vida y la capacidad de hacer frente de manera categórica a las contradicciones sistémicas, y por ende, de contemplar la posibilidad de atacar sus raíces.
Los expertos arrojan ante los individuos sus contradicciones y conflictos [...] La historia se reduce al (eterno) presente, y todo gira alrededor del eje del pro­pio ego personal y de la propia vida [...] Lo exterior se ha vuelto hacia adentro y se ha hecho privado [...] El individuo tendrá que "pagar" por las consecuen­cias de las decisiones que no toma [...] Para sobrevivir, uno tiene que desa­rrollar una visión egocéntrica del mundo.. que pone de cabeza, por así decido, la relación entre el yo y el mundo, manipulando los dos términos de la rela­ción a los efectos de dade forma a una biografía individual.9
Los "talk shows" ayudan a lograr esa maravillosa transformación, a hacer que el mundo se vuelva egocéntrico, a producir una aparición mágica: la reencar­nación de las antinomias y los riesgos de base social como problemas que pueden ser definidos en términos individuales, como problemas que han sur­gido individualmente, y que individualmente deben ser enfrentados y resuel­tos. Si uno sufrió es porque no fue lo suficientemente hábil y entendido pa­ra evitar el sufrimiento; la falta de resolución figura invariablemente al tope de la larga lista de errores y negligencias individuales a los que se culpa por los problemas. El problema del "tipo equivocado de sociedad" es evacuado de la agenda de discusión, o más bien nunca se le permite figurar; y el vacío que, por ende, queda abierto en el debate se llena de denuncias y reproches a la falta de capacidad e idoneidad individual. Las conclusiones siempre son las mismas, porque los argumentos se repiten una y otra vez.
Alrededor de la institución del "talk show" se crea una comunidad; se trata, sin embargo, de un oxímoron, de una sociedad de individuos unidos solamente por su propio aislamiento. Lo que tienen en común los miem­bros de esa extraña comunidad es que todos sufren en soledad; todos se es fuerzan por sobreponerse a sus problemas tirando de sus propias botas co­mo el Barón de Münchhausen, y ninguno considera la posibilidad de faci­litarse la tarea aunando fuerzas con otros que sufren padecimientos simila­res. Decir que los problemas son "individuales" implica decir que para resolverlos hay que compartirlos, pero no hay otra manera de hacerla que hablándolos y escuchando los de otros que están en la misma situación. Y al decir "comunidad" se hace referencia a cierta cantidad de individuos que se reúnen bajo un mismo techo o frente a sus televisores para comportarse de acuerdo con esos parámetros.
La audiencia de los "talk shows", igual que la población del mundo indivi­dualizado del que se la toma, no forma un equipo. Por más coordinación que exista entre su pensamiento y su manera de actuar, los miembros de esa au­diencia pasan a formar parte de esa comunidad como individuos aislados y ter­minan convencidos de que su soledad no tiene remedio. Durante la sesión, sus problemas no han adquirido un carácter diferente; no han sido traducidos en asuntos de orden público. Simplemente, se los ha declarado públicamente de carácter privado, y han recibido confirmación pública de que lo son.
Puede que "lo exterior se haya vuelto hacia adentro" y se haya hecho pri­vado. También es cierto, sin embargo, que con ese exterior vuelto hacia aden­tro, lo que queda del lado de afuera, sea lo que sea, resulta efectivamente eclipsado. Si "lo privado" cubre la escena pública de lado a lado, no hay lu­gar para nada que. no pueda o se rehúse a ser remitido al interior, y no se le permite la entrada a la escena pública hasta no ser reciclado por el ámbito pri­vado. En este sentido, la televisión es la condición sine qua non para "volver lo exterior hacia adentro", para transferir la resolución de los problemas so­ciales a las biografías individuales. Para la política, el impacto es devastador.
La sustancia de la política democrática (es decir, de la manera de ser de una sociedad autónoma compuesta de individuos autónomos) es un proce­so continuo de traducción simultánea: de los problemas privados en asuntos públicos, y de los intereses públicos en derechos y deberes individuales. Es­ta doble traducción fue la primera víctima de esa interiorización de lo exte­rior, que había sido posible sólo porque primero se había llevado a cabo el procedimiento inverso: sin ella, la política estaba efectivamente desarmada. De esa manera, ahora, las falencias públicas se hacen "inefables" (es decir, a menos que se las reprocese como ineptitudes personales). Los defectos éticos de las políticas difícilmente se perciban más que como pecados éticos de los políticos: nadie puso objeción alguna cuando el presidente Clinton abolió
cho el Estado de bienestar estadounidense al quitarlo de entre las tareas federales, mientras que la única vez que Robin Cook, el canciller del Reino Unido, estuvo a milímetros de verse obligado a presentar su renuncia fue cuan­do la prensa sensacionalista reveló su infidelidad matrimonial, y no cuando permitió la venta de armamento de industria británica a un gobierno res­ponsable por la masacre de sus sujetos.
Si no hay lugar para la idea de una sociedad equivocada, difícilmente ha­ya demasiadas posibilidades de que surja la idea de una buena sociedad, y me­nos aún de que cause algún revuelo. Si la percepción de la injusticia social es el embrión del que surgen los modelos para una sociedad justa, la percepción de la ineptitud personal sólo es capaz de producir un modelo de aptitud per­sonal, astucia individual y versatilidad. El gran logro de los medios, al ayudar a darle al Lebenswelt la forma del mundo "como se ve en TV", es acelerar y fa­cilitar la sustitución de la política como emprendimiento colectivo por las po­líticas de vida, es decir por la búsqueda individual.
Autoridad frente a idolatría
La política con mayúscula requiere líderes con autoridad. Las políticas de vi­da, por el contrario, necesitan ídolos. La diferencia entre unos y otros no po­dría ser mayor, a pesar de que a algunos líderes se los idolatre, y de que a ve­ces los ídolos se arroguen autoridad a partir de la masividad de su culto.
La política es muchas cosas a la vez, pero difícilmente podría ser alguna de esas cosas si no fuera en primer lugar el arte de traducir problemas indivi­duales en asuntos públicos, e intereses comunes en derechos y obligaciones individuales. Los líderes son expertos en ese tipo de traducción. Les dan un nombre público (genérico) a problemas individuales, con lo que sientan las bases para un manejo colectivo de problemas que no podrían ser percibidos desde el interior de la experiencia individual, ni enfrentados por su cuenta por los individuos. A la vez, proponen lo que los individuos podrían o debe­rían hacer para que la acción colectiva fuera efectiva. Los líderes esbozan y promueven ideas de una buena sociedad, o de una sociedad mejor, de justi­cia social, o de una justicia más justa de la hasta aquí conocida, de una ma­nera de vivir en comunión, o de una vida compartida más humana que la vi­vida hasta el momento. y, otra vez, proponen qué es lo que habría que hacer para obtener estos logros.
Las políticas de vida, por el contrario, están desde el principio limitadas a un marco individual: se trata de luchar por el "espacio" de la propia identi­dad individual, preservándolo de los otros. Según la célebre definición de Anthony Giddens, las políticas de vida se centran en "la identidad personal como tal":
En tanto se centra en la duración de la vida, considerada como un sistema de referencias interno, el proyecto reflexivo del ser individual está orientado so­lamente hacia el control. No obedece a otra moral que la autenticidad, una versión moderna de la vieja máxima "sé fiel a ti mismo". Hoy en día, sin em­bargo, con la tradición en retirada, la pregunta "¿Cómo debo ser?" se ata in­separablemente a "¿Cómo debo vivir?".10
Las políticas de vida son egocéntricas y autorreferenciales. Contrariamente a lo que Giddens insinúa, la "autenticidad" no es otra forma de moral, sino una negación de la importancia de la ética. La moral es un rasgo de las relaciones interpersonales, no de la relación de uno con uno mismo: darse por el Otro, "ser para" el Otro, hacer de las necesidades del Otro el motor causal de la pro­pia actuación son los rasgos que definen la identidad y la conducta moral; si las políticas de vida subordinadas a la búsqueda de la "autenticidad" llevan a veces a los mismos resultados, es algo accidental, "hacerle un favor" al Otro no es más que una consecuencia de la preocupación por uno mismo, algo que ocurre, si es que ocurre, sin premeditación. Más aún, la "autenticidad" mis­ma no es una versión actualizada del "ser fiel a uno mismo". La localización de las políticas de vida en el centro mismo de la vida está íntimamente rela­cionada con el colapso de la creencia en la "verdad interior" del ser individual. A diferencia de la época del projet de la vie sartreano, lo que hoy se practica con el nombre de "autenticidad" no es un peregrinaje de toda la vida al "co­razón del verdadero yo", sino una larga, y en principio interminable, serie de escapadas turísticas en busca de otros modos de vida más apasionantes, espo­leada por el eterno temor de estar pasándose por alto alguno. No muy a me­nudo, y de hecho no necesariamente, es posible trazar una línea con el itine­rario de los sucesivos experimentos. ­
Ahí es donde los ídolos entran en acción. Al contraerse la demanda de modelos de una buena sociedad, y al hacérseles cada vez más difícil a los po­cos todavía en oferta atraer a un público potencial, la demanda de modelos de una buena vida (de una buena vida individual, con objetivos y satisfaccio­nes individuales) aumenta de manera exponencial. A diferencia de los líderes de antaño, los ídolos están hechos a la medida de la nueva demanda. Los ído­los no muestran el camino a seguir: se presentan a sí mismos como ejemplos: ''Así es cómo yo, un individuo solitario como todos ustedes, me enfrento a las dificultades de la vida y me las arreglo para mantenerme a flote a pesar de la marea; me aquejaban las mismas angustias y problemas que los aquejan a us­tedes, pero fui capaz de sobreponerme y aprender de las dificultades; caí al suelo muchas veces, pero nunca tiré la toalla, y siempre me puse de pie y se­guí adelante. Es cierto, ustedes no son como yo: ninguna persona es igual a la otra, cada uno es un universo, y cada uno tiene que pensar por sí mismo y asumir sus propios riesgos; pero pueden aprenderse algunas cosas de los acier­tos y los errores de los otros, de las desgracias y los golpes de suerte. Yo llegué a ser rico y famoso, así que se podría pensar que conseguí dominar el arte tan difícil de vivir mejor que muchos, y quizás sería provechoso que se detuvie­ran a estudiar más de cerca cómo lo logré. Por supuesto, no hay recetas infa­libles, y lo que le funciona a uno podría no servirle a otro. Pero cuantos más consejos y secretos uno vaya recogiendo, mayor será la chance de encontrar el mejor para uno".
El acuciante interés por los secretos de la vida privada de las celebridades no se debe solamente a la mera chismorrería, y las cámaras de TV dedicadas a espiar los pasatiempos privados de los famosos no son solamente una versión tecnológica del antiguo vicio de mirar por el ojo de la cerradura. El constante cotilleo acerca de los amoríos, la forma de vestirse, el hogar, las vacaciones y la dieta de las celebridades -el material que ocupa los horarios principales de la programación te!evisiva y llena las primeras planas de los periódicos sensacio­nalistas- no se debe solamente a la eterna curiosidad humana. En un mundo en el que las políticas de vida individuales inhiben totalmente e! desarrollo de cualquier otra actividad política, los ejemplos ejercen la función que alguna vez desempeñaron los programas y las plataformas, y los informes chismosos acerca del modo de vida de los famosos cumplen cada vez más el papel que alguna vez ejercieron las reuniones políticas, los manifiestos y los panfletos. Les dicen a los confundidos qué cosas le dan sentido a la vida, y cómo hacer para ir en su búsqueda. Son, por cierto, el instrumento educativo indispensable del cual las políticas de vida no podrían prescindir, y que tampoco po­dría obtenerse de otra fuente.
Sería razonable ir un paso más allá y suponer que la necesidad de encarar políticas de vida, producto de la progresiva individualización, subyace al in­creíble crecimiento del culto a las celebridades: incluso del mismo fenómeno de los "ídolos". Para inculcar el ejemplo que se muestra con la autoridad ne­cesaria para transformar una mera aventura individual en un modelo imita­ble, se necesita una multitud de espectadores; y la continua demanda de es­tos modelos asegura una enorme audiencia. Por la sola fuerza de su número, la multitud les confiere carisma a los ídolos: y el carisma de los ídolos con­vierte a los espectadores en una multitud. Por cierto, el alcance mundial de las cadenas de televisión satelital o por cable facilita el juego de la oferta y la demanda. La sola cantidad de espectadores alcanza para compensar cualquier defecto del ídolo.
La idolatría se condice con el modo de vida contemporáneo también en otro aspecto: está en sintonía con el carácter fragmentario de los proyectos de vida individual. En el mundo de los cambios abruptos e impredecibles, una política de vida razonable exige que el transcurso de la vida se divida en epi­sodios que (como si obedecieran a la advertencia de Hume de que post hoc non est propter hoc) se suceden, pero no se determinan el uno al otro. La ca­pacidad de "renacer" constantemente, de "intentar otra vez" o de "empezar desde el principio", de abandonar lo viejo y abrazar lo nuevo, adquiere, en las condiciones actuales, un valor capital de supervivencia: eso es, en líneas ge­nerales, lo que los políticos intentan inculcar cuando exigen "mayor flexibili­dad". Ya varios años atrás, como calculó Richard Sennett, se esperaba que un joven estadounidense con al menos dos años de universidad "cambiara de empleo por lo menos once veces a lo largo de su vida laboral, y cambiara su base de capacitación por lo menos tres veces en cuarenta años de trabajo";ll y desde que se escribió eso, el ritmo de los cambios no se ha detenido. Algo de lo que los jóvenes pueden estar seguros es que la manera en que viven sus vidas hoy no va a ser la misma en que las vivan mañana. Una constante de "nuevos comienzos" ha reemplazado la constancia de un proyecto de vida por el que se luchaba con denuedo. La inconsistencia les promete un filón a los que luchan por la supervivencia y a los que sueñan con el éxito.
El culto de las celebridades está hecho a la medida de esa inconsistencia. La notoriedad ha reemplazado a la fama, y el fugaz y deslumbrante resplandor de los reflectores (prenderse y apagarse rápidamente está en la naturaleza de los reflectores: no se los puede mantener prendidos mucho tiempo, para que no se recalienten y se quemen) ha reemplazado el brillo constante del reconoci­miento público. Mientras que, hasta no hace mucho tiempo, un éxito comer­cial instantáneo habría resultado sospechoso, porque se lo habría visto como "un signo de compromiso con el tiempo y el poder del dinero", hoy en día, como sugiere Pierre Bourdieu, "cada vez se acepta más al mercado como fuen­te de legitimación" Y a diferencia de la antigua fama, la celebridad es efíme­ra, y la fugacidad de su ascenso se condice con una vida que se vive como una serie de nuevos comienzos. Unirse al culto de la celebridad no es como abra­zar una causa: no exige asumir compromisos a largo plazo, y por ende no hi­poteca el futuro. Como todo material de primera plana, los ídolos tienen un estallido de popularidad y caen en el olvido poco tiempo después (a pesar de que a veces se los recicla para montar sonadas reapariciones, o con motivo de un aniversario). Los ídolos, sin embargo, tienen sus momentos de gloria, y en eso se distinguen de la masa gris de hombres y mujeres "comunes" que los in­contables "talk shows", especialistas en confesiones públicas, ofrecen día a día como ejemplo cuya crítica podría ser edificante.
Lo que la idolatría pierde en durabilidad lo gana en intensidad. La idola­tría condensa emociones que de otro modo se dispersarían en períodos más prolongados. Otra vez, se produce un fenómeno de resonancia entre la con­densación momentánea de los afectos y otro rasgo prominente de la vida con­temporánea: la alta valoración asignada a la intensidad de la experiencia a ex­pensas de su durabilidad. El parámetro con el que se mide el valor de la experiencia tiende a ser su capacidad de producir entusiasmo, no la profun­didad de sus huellas. En una sociedad que ha perimido el mandamiento de la temprana modernidad de aplazar la satisfacción, incluso la "inmortalidad" vale bien poco si no es una "experiencia" de la eternidad que pueda consu­mirse al instante. Como otras ofertas culturales seductoras, debe adecuarse a "un máximo impacto y a la inmediata obsolescencia", despejando el terreno rápidamente para nuevas y apasionantes aventuras.
Aunque las autoridades ortodoxas siguen estando ahí, tienen que compe­tir con las celebridades de turno en términos que rara vez les son favorables y que ciertamente los despojan de los privilegios de los que alguna vez goza­ron. La monótona, anodina y, en términos generales, deslucida actividad po­lítica tradicional no está preparada para destacarse de entre sus competidores, y si eso sucede, difícilmente atraiga muchos espectadores, y más difícilmente aún conserve su atención por el tiempo necesario. Los programas de pregun­tas y respuestas repiten a diario el mensaje de que la fecha del casamiento de una estrella pop o la del día en que equis futbolista hizo tres goles en un mis­mo partido tienen tanta importancia como quién ganó la última guerra o el año en el que las mujeres adquirieron el derecho a votar. Como describió con concisión el perspicaz escritor checo Ivan Klima:
Futbolistas, jugadores de hockey sobre hielo, basquetbolistas, guitarristas, cantantes, actores de cine, presentadores de televisión y modelos top ocasio­nalmente -y sólo de manera simbólica- aparece algún escritor, pintor, inte­lectual, ganador de un premio Nobel (¿acaso alguien es capaz de recordar sus nombres al año siguiente?), o alguna princesa... hasta que también se olvidan de ella. No hay nada tan efímero como el entretenimiento y la belleza física, y los ídolos que lo simbolizan son igualmente efímeros.13
Klima llega a la conclusión de que "más que ninguna otra cosa, los ídolos de hoy en día simbolizan la futilidad de los esfuerzos humanos y la certeza de que nos extinguiremos sin dejar rastro". Lo que olvida mencionar, sin embargo, es que la procesión de celebridades es demasiado colorida y se sucede demasiado rápido como para permitir un instante de reflexión acerca de la futilidad de los esfuerzos y la certeza de la extinción. El silenciamiento o la inhibición de la re­flexión es el servicio más importante de los muchos que la procesión de cele­bridades les presta a quienes buscan en la velocidad del cambio un remedio contra la inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro.
Acontecimientos frente a políticas
Francois Brune, autor de Médiatiquement correcto 265 maximes de notre temps [Mediáticamente correcto. 265 máximas de nuestro tiempo], 14 cita un eslo gan que utilizó durante la última década el multimedio francés RTL: "La in­formación es como el café: cuando es caliente y fuerte, es buena". Para ajus­tarse a este credo, los medios reciclan el mundo como una sucesión de acon­tecimientos. No importa en qué orden se sucedan éstos: puede que después de la Copa del Mundo venga la muerte de Diana, seguida por los avatares eró­ticos de Bill Clinton, seguida por el bombardeo de Serbia, seguida por las inundaciones de Mozambique. Fácilmente se podría invertir o alterar el or­den: en realidad no importa, dado que no existen conexiones causales o una lógica unificadora: por el contrario, lo azaroso y aleatorio de la sucesión ex­presa la inflexible contingencia del mundo, quod erat demonstrandum. Lo que importa, e importa mucho, es que cada acontecimiento sea lo suficientemen­te fuerte como para aparecer en los titulares, pero que ceda su lugar antes de enfriarse. "La grilla de acontecimientos se ha convertido en la única manera de abordar el mundo", observa Brune.15 El mundo está en constante movi­miento, o al menos eso es lo que la experiencia nos dice cada día: de modo que la rápida sucesión de "puntos de interés público" crea la impresión que nos es tan necesaria de que, efectivamente, estamos al corriente de los cam­bios, de que estamos al día con la sostenida aceleración de la realidad.
Ésta no es, sin embargo, la única importancia del acontecimiento. "El acontecimiento", señala Brune, "constituye a los ciudadanos como público". Permítaseme comentar que se trata de un nuevo tipo de público, manifiesta­mente diferente de aquel que John Stuart Mill, junto con otros protagonistas de la democracia moderna, elogió por ser el bastión de la soberanía popular. El público que cobró entidad (y que rápidamente fue desmantelado) por el "acontecimiento en vista del público" es una congregación de espectadores, no de actores. La "pertenencia" que surge del hecho de mirar lo mismo con el mismo enfoque no exige otro compromiso que el de la atención. Los miembros de la congregación de espectadores no tienen por qué seguir el es­pectáculo de forma activa: ciertamente, nadie les pide que decidan qué tipo de acciones habría que llevar a cabo (con excepción de esas encuestas instan­táneas que simulan hacerlo formulando preguntas de naturaleza esencialmen­te estética, para comprobar la apreciación que los espectadores se hacen del espectáculo). Los acontecimientos sirven para demostrar que la "escena pú­blica" es para mirar y disfrutar, no para actuar.
La congregación de espectadores es otra "comunidad perchero": una co­munidad formada por el acto de colgar cuestiones individuales en un "per­chero" común, se trate de un héroe o de un villano por un día, de una gran catástrofe o de un acontecimiento excepcionalmente afortunado. Como los abrigos en el guardarropas del teatro, las cuestiones individuales se cuelgan en las perchas sólo mientras dure el espectáculo, a la vez que siguen siendo pro­piedad privada de sus legítimos poseedores. Las comunidades perchero tienen una coloración similar a las "de verdad", por lo cual ofrecen la experiencia de "pertenecer", de ese tipo de vida que se supone que las comunidades ofrecen, y por el cual son tan buscadas. Sin embargo, carecen de los rasgos que defi­nen las comunidades "de verdad": durabilidad, una expectativa de vida supe­rior a la de cualquiera de sus miembros y ser (según la famosa expresión de Émile Durkheim) "un todo mayor que la suma de las partes". Dado que en el mundo de hoy las "de verdad" se destacan principalmente por su ausencia o por su irreversible desintegración, las "comunidades perchero" son la mejor alternativa. Dado que, sin embargo, estas últimas son por naturaleza efíme­ras y que el sentido de pertenencia que propician es muy débil, cuando desa­parecen dejan en sus miembros un vacío que exige ser llenado cuanto antes. Aquí, de nuevo, la intrínseca mortalidad de los acontecimientos es de gran ayuda: una vez que se la corta en rebanadas episódicas, la vida necesita un gran número y variedad de acontecimientos capaces de captar la atención pa­ra tapar la falta de lógica y continuidad. Podríamos decir que, en tanto consumidores de acontecimientos, todos sufrimos de bulimia. También podríamos decir que, para los que sufren de bulimia, los acontecimientos (o los espectáculos, la forma en que los acon­tecimientos llegan a la percepción una vez procesados por los medios) son la comida ideal. Los enfermos de bulimia deben deshacerse rápidamente de lo que ingieren para hacerle lugar a más comida: lo que anhelan, y lo que hace que los médicos consideren a la suya una enfermedad, no es saciar el apetito, sino lle­narse vorazmente: los acontecimientos/espectáculos están hechos a la medida de ese propósito. Están pensados para ser consumidos inmediatamente y eva­cuados con la misma celeridad; para que se los trague sin masticados, y para no llegar a digeridos nunca. Ni bien llegan a la conciencia, la abandonan, mucho antes de tener alguna posibilidad de ser asimilados y de pasar así a for­mar parte del organismo consumidor. Quizás habría que corregir el eslogan de RTL: el café que la información imita no sólo es caliente y fuerte, sino tam­bién instantáneo.
En todos estos aspectos, los acontecimientos se oponen implacablemente a las políticas. Las políticas eran las que solían desempeñar la función inte­gradora que ahora han asumido los acontecimientos/espectáculos. Eran las que daban origen a las comunidades formadas por quienes compartían una mentalidad semejante. Pero lo hacían de distinto modo, y sus productos se diferenciaban de manera acorde.
La posibilidad de integración por medio de políticas sería impensable si no se supusiera una capacidad colectiva para controlar el futuro, y de hecho para darle forma: es decir, sin el concepto de futuro que surge de la acción constante y denodada, antes que como producto del azaroso juego de unas fuerzas indómitas e impredecibles por naturaleza. Si el arte de vivir en la mo­dernidad "líquida" consiste, más que nada, en ser capaz de nadar sin percan­ces en medio de unas olas gigantescas imposibles de domar, lo que la moder­nidad "sólida" ambicionaba era regular lo aleatorio, hacer duradero lo fugaz, rutinario 10 contingente y ordenado lo caótico. Quería hacer del mundo hu­mano algo transparente y predecible, y confiaba en que hacerlo era posible.
Hoy en día, ya nadie se guía por esos supuestos; lo cierto es que gozan de poquísima credibilidad. Como Pierre Bourdieu afirmó de manera enfática:
- Los que deploran el cinismo que, según creen, marca a los hombres y muje­res de nuestra época no deberían dejar de atribuido a las condiciones econó­micas y sociales que lo favorecen y lo recompensan [...] La capacidad de pro­yectar hacia el futuro [...] es la condición necesaria de toda acción racional [...] Para sustentar alguna ambición de transformar el presente de acuerdo con un futuro proyectado, se requiere un mínimo control del presente.16
El punto es, sin embargo, que hoy en día pocos podemos confiar en tener, en términos individuales e incluso colectivos, el suficiente control sobre el presente como para atrevemos a pensar en transformar el futuro. Pero tener una "política" -y más aún llevarla a cabo con constancia- tiene sentido sólo si se piensa que el futuro puede transformarse, que hay formas y maneras para ha­cerlo, y que o bien existen agencias lo suficientemente poderosas como para llevar a cabo la tarea de manera efectiva, o bien puede construírselas. Existen pocos argumentos para respaldar esta creencia. Las agencias que en el pasado ostentaban la capacidad de cambiar el mundo para mejor (especialmente, en­tre ellas, los gobiernos de los Estados-nación, esos reconocidos depositarios y guardianes de la soberanía de acción) responden a las exigencias de los cam­bios con la cada vez más sacrosanta e incuestionable fórmula TINA (There Is No Alternative, "No hay otra alternativa"). Exigen mayor "flexibilidad" y ma­yor obediencia a las "fuerzas del mercado", y dan a entender que todos nos be­neficiaríamos de un menor control, de una menor injerencia sobre las condi­ciones de nuestra vida compartida. La gran pregunta, que plantea un desafío para la acción política ortodoxa hoy en día, ya no es "qué es lo que hay que hacer", sino "quién es capaz de hacerlo y estaría dispuesto", sea lo que sea lo que haya que hacer.
En nuestro mundo en rápida globalización, las agencias ya no son rival para las dependencias. Hoy en día, la "globalización" no significa más (pero tampoco menos) que la globalidad de nuestras dependencias: ya ninguna lo­calidad es libre de seguir su propia agenda sin tener que vérselas con las hui­dizas y recónditas "finanzas globales" y los "mercados globales", a la vez que todo lo que se hace a nivel local puede tener efectos globales, previstos o no. Sin embargo, en otros aspectos, la globalización ha hecho pocos progresos. Ciertamente, las instituciones políticas heredadas tras dos siglos de democra­cia moderna no han podido seguir a la economía en su avance hacia el espa­cio global. El resultado, en términos de Manuel Castells, es un mundo en el que el poder fluye en el espacio global fuera de todo control y del alcance de las instituciones, mientras que la política sigue siendo tan local como siempre. El poder está más allá del alcance de la política. El "sistema global" emergen­te es sorprendente y peligrosamente unidimensional, y los sistemas de ese ti­po son notoriamente faltos de equilibrio.
Podríamos encontrar consuelo, si siguiéramos a los panglosianos de hoy, en que, después de todo, vivimos en una época de transformaciones, y que cualquier transformación tiene su dosis de desequilibrio y de "retrasos". Po­dríamos afirmar, e incluso creer, que la falta de correspondencia entre la glo­balidad de la economía y la territorialidad de la política es un fenómeno temporario, el resultado de un "retraso político" que pronto habrá de ser re­parado. Esta creencia sirve, ciertamente, de consuelo; el problema es que hay argumentos, válidos tanto a nivel analítico como empírico, que aconsejan desestimarla. Podría argumentarse que la globalización del poder económi­co es, por sí misma, la causa principal de la fragmentación local de la polí­tica y de las agencias políticas ortodoxas; que una vez emancipadas del pegajoso control de las instituciones políticas, las fuerzas económicas usarán to­do su poder (y son, de hecho, enormemente poderosas) para evitar que los "locales" recuperen el control, por su cuenta o en connivencia con otras fuer­zas. Incluso podría argumentarse que, lejos de ser un desperfecto temporario, producto de una transformación en curso, la actual combinación de econo­mía global y política local es un presagio de lo que vendrá: que la globalidad de la economía y la localidad de la política son, de hecho, los "requisitos sis­témicos" de la novedosa y peculiar disposición, curiosamente torcida, de los asuntos del mundo.
Sea como sea, el hecho es que la creciente brecha entre el poder económi­co y las agencias políticas actúa generando esa "précarité" que "est aujourd' hui partout" [está hoy por todas partes]. Y por otro lado, mientras haya tan pocos signos de que esa brecha puede cerrarse, el carácter fragmentario y epi­sódico de los proyectos de vida que siguen el patrón de flexibilidad que ese carácter les demanda. Y, por consiguiente, las angustias y los traumas que sa­turan las vidas de elecciones 17 difícilmente vayan a retroceder; más bien, con toda probabilidad, se intensificarán. Esas angustias y esos traumas son aque­llo a lo que los hombres y las mujeres de hoy en día intentan responder con sus políticas de vida. Y, justamente, ese "mensaje que es el medio" se fabrica tomando esas estrategias como patrón. Los temores y los sueños alimentados por los esfuerzos diarios por encontrar "soluciones biográficas a contradiccio­nes sistémicas" y el mundo "como se ve en TV" actúan en complicidad y se dan sentido mutuamente: cada uno responde por la credibilidad del otro. Quien pregunte "qué hacemos con los medios" debe preguntar primero "qué hacemos con el mundo en el que operan estos medios". No se puede respon­der una pregunta sin encontrarle una respuesta coherente a la otra.
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Zygmunt Bauman
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Notas:
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2 lean Baudrillard, Simulacra and Simulation, Sémiotexte, 1983, pp. 1-13. Traducción de Paul Foss, Paul Partan y Philip Beitchman [trad. esp.: Cultura y simulacro, Barcelona, Kai­ rós, 1993J. El simulacro es "un mapa que precede al territorio", que "engendra al territorio". Mientras que "fingir o disimular dejan intacto el principio de realidad", la simulación "pone en jaque la diferencia entre lo 'verdadero' y lo 'falso', entre lo 'real' y lo 'imaginario'[...J Ya no se trata de una falsa representación de la realidad (la ideología)".
Bruno Latour, Petite réflexion sur fe culte des dieux Faitiches, Synthélabo, 1996, p. 16. La pa­labra "fetiche" fue acuñada por misioneros portugueses horrorizados ante la vista de obje­tos de arcilla o de madera a los que los nativos de Guinea adjudicaban poderes divinos. Le reprocharon a los paganos que eran incapaces de ver la diferencia: "Vous ne pouvez pas 11 la fois dire que vous avez fabriqué vos fétiches et qu'ils sont de vrais divinités, il vous faut choi­ sir, c'est I'un ou bien c'est I'autre!" ("No pueden decir al mismo tiempo que han fabricados sus fetiches y que son verdaderas divinidades, tienen que elegir, son una Cosa o la otra".) Un simulacro no es ni !'un ni fautre, no es ni lo real ni el modelo fabricado por el hombre: o bien es ambas cosas.
* El término faitiche de Baudrillard es, precisamente, un juego de palabras entre fait (hecho) y fétiche (fetiche), palabra de la que, además, es indistinguible fonéticamente (N. de T.)
4 Pierre Bourdieu. Sur la télivision, Raisons d'Agir. 1996, pp. 30-31 [trad. esp.: Sobre la tele­ vision, Barcelona, Anagrama, 2003].
5 Simon Hoggart, "Beethoven Blair pounds ketde deums for Britain", en: Guardian, 29 de marzo de 2000, p. 2.
6 Nick Lee, "Three complex subjectivities: Borges, Sterne, Momaigne", trabajo para el semi­nario del ESRC, enero de 2000.
7 Richard Sennett, The Corrosion ofCharacter: The Personal Consequences ofWork in the New Capitalism, ob. cit., pp. 62-63.
8 Alain Ehrenberg, L'individu incertain. Calman-Lévy, 1995, cap. 4.
9 Ulrich Beck, Risk Society: Toward a New Modernity, oh. cit., pp. 133-137.
10 Anthony Giddens, The Transformation of lntimacy: Sexuality, Love and Eroticism in Modern Societies, Polity, 1992, pp. 197-198 [trad. esp.: La transformación de la intimidad: sexuali­dad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Madrid, Cátedra, 1995].
11 Sennett, The Corrosion ofCharacter, ob. cit., p. 22.
12 Bourdieu, Sur la téLévision, ob. cit, p. 28.
13 Ivan Klima, Between Security and lnsecurity, Thames and Hudson, 1999, p. 44. Traducción de Gerry Turner.
14 Publicado por Paris-Méditerranée, 1998.
15 Francois Brune, "De la soumission dans les retes", en: Le Monde Diplomatique, abril de 2000, p. 20.
16 Pierre Bourdieu, "La précarité est aujourd'hui parrout", en: Contre-feux, Raisons d'Agir, 1998, pp. 98, 97.
17 Aquí Bauman invierte la expresión "choices oflife" (elección de vida) para dar su equivalen­te líquido: "Iife of choices" (vida de elecciones), con lo que marca una de las características principales de la vida en la modernidad líquida: verse obligado a elegir constantemente pro­yectos episódicos. (N. de T.)
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LQSomos/12/03/2008

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