2/7/09

Latinoamérica empuja a un Washington reacio a que apoye la democracia en Honduras

Mark Weisbrot*
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El golpe militar que derrocó al presidente electo de Honduras, Manuel Zelaya, provocó repudio unánime a nivel internacional. Pero la respuesta de algunos países ha sido más reacia que la de otros y la ambivalencia de Washington ha comenzado a despertar sospechas acerca de lo que realmente el gobierno estadounidense está tratando de lograr en esta situación.

Las primeras declaraciones de la Casa Blanca en respuesta al golpe fueron débiles y evasivas. En ellas no se denunciaba el golpe, sino más bien se hacía un llamado a “todos los actores políticos y sociales en Honduras a respetar las normas democráticas, el Estado de derecho y los principios de la Carta Democrática Interamericana”.

Esas declaraciones diferían con las de otros presidentes del hemisferio, como Lula da Silva de Brasil y la presidenta Cristina Fernández de Argentina, quienes denunciaron el golpe y exhortaron a que se restituyera al presidente Zelaya. La Unión Europea también emitió una respuesta similar, menos ambigua y más inmediata.

Más adelante, ese mismo día, a medida que la respuesta de otras naciones se hizo más clara, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, hizo una declaración más fuerte en la cual se repudiaba el golpe – pero sin referirse a éste como un golpe. Además, no hacía mención alguna sobre el retorno de Zelaya a la presidencia.

La Organización de Estados Americanos, el Grupo de Río (la mayor parte de Latinoamérica) y la Asamblea General de las Naciones Unidas han todos llamado a que se dé el “retorno inmediato e incondicional” del presidente Zelaya.

Las fuertes posiciones desde el Sur resultaron en declaraciones anónimas de funcionarios del Departamento de Estado que mostraban más apoyo al retorno del presidente Zelaya. Para la tarde del lunes, el presidente Obama finalmente declaró: “Nosotros creemos que el golpe no fue legal y que el presidente Zelaya sigue siendo el presidente de Honduras...”

Pero más tarde, ese mismo lunes en una conferencia de prensa, se le preguntó a la secretaria de Estado Clinton si “restaurar el orden constitucional” en Honduras significaba el retorno de Zelaya. La secretaria nunca dio una respuesta afirmativa.

¿Por qué tanto recelo en llamar abiertamente al retorno inmediato e incondicional de un presidente electo, así como lo había hecho el resto del hemisferio y las Naciones Unidas? Una posibilidad obvia es que Washington no comparte estos objetivos. Los líderes del golpe no tienen apoyo internacional pero aún podrían tener éxito en lograr que pase el tiempo – Zelaya tiene menos de seis meses para terminar su mandato. ¿Apoyará el gobierno de Obama la imposición de sanciones en contra del gobierno golpista para prevenir que esto suceda? Los gobiernos vecinos de Guatemala, Nicaragua y El Salvador ya han hecho las primeras advertencias al anunciar una suspensión del comercio por 48 horas.

A diferencia de esto, una razón para la reticencia de Hillary Clinton de llamar al golpe un golpe es la prohibición, bajo la Ley de ayuda al extranjero de Estados Unidos (U.S. Foreign Assistance Act), de proveer fondos a gobiernos en donde el jefe de Estado haya sido destituido por un golpe militar.

La palabra ‘incondicional’ también es clave en esta situación: el gobierno estadounidense quizás quiera extraer alguna concesión de Zelaya como parte de un acuerdo para su retorno a la presidencia. Pero así no es como funciona la democracia. Si Zelaya quiere negociar algún acuerdo con sus oponentes políticos luego de haber retornado, ésa es otra historia. Pero nadie tiene el derecho de extraerle concesiones políticas en el exilio, a punta de pistola.

No hay excusa alguna para este golpe. Una crisis constitucional se desató cuando el presidente Zelaya le ordenó al ejército que distribuyera los materiales para un referendo no vinculante que se llevaría a cabo el domingo pasado. El referendo le pedía a los ciudadanos que votaran sobre si incluir una propuesta para una asamblea constituyente, para redactar una nueva constitución, en las elecciones de noviembre. El jefe del ejército, el general Romeo Vásquez, se rehusó a llevar a cabo las órdenes del presidente. El presidente, como comandante en jefe del ejército, despidió a Vásquez, con lo cual el ministro de defensa renunció. La Corte Suprema posteriormente dictaminó que el despido de Vásquez por parte del presidente era ilegal y la mayoría en el congreso se ha mostrado en contra del presidente Zelaya.

Los partidarios del golpe argumentan que el presidente violó la ley al intentar proceder con el referendo después de que la Corte Suprema fallara en contra de éste. Ésta es una cuestión legal; puede ser cierto o puede ser que la Corte Suprema no tuviera base legal para emitir esa sentencia. Pero esto es irrelevante para lo que ha sucedido: el ejército no es el árbitro de una disputa constitucional entre los varios poderes del Estado. Esto es particularmente cierto en este caso, en el que el referendo que se proponía era un plebiscito no vinculante y meramente de carácter consultivo. No habría cambiado cualquier ley, ni habría afectado la estructura de poder; era simplemente una encuesta al electorado.

Por consiguiente, el ejército no puede afirmar que actuó para prevenir un daño irreparable. Éste es un golpe militar llevado a cabo con propósitos políticos.

Existen otras cuestiones sobre las cuales nuestro gobierno se ha mantenido raramente silencioso. Los informes de represión política, del cierre de estaciones de radio y TV, de la detención de periodistas, detención y abuso físico de diplomáticos y de lo que el Comité para la Protección de Periodistas ha llamado una “censura de los medios”, son eventos que aún esperan por ser seriamente reprochados por Washington. Al controlar la información y reprimir la disensión, el gobierno de facto de Honduras está también creando el marco para unas elecciones injustas en noviembre.

Muchos informes han contrastado el rechazo del gobierno de Obama al golpe hondureño con el apoyo inicial del gobierno de Bush al golpe militar de 2002 que derrocó brevemente al presidente Hugo Chávez en Venezuela. Pero de hecho hay más similitudes que diferencias entre la respuesta estadounidense a estos dos eventos. En el marco de un día, el gobierno de Bush revirtió su posición oficial sobre el golpe venezolano debido a que el resto del hemisferio había anunciado que no reconocería al gobierno golpista. De manera similar, en este caso, el gobierno de Obama está siguiendo al resto del hemisferio, tratando de no ser la excepción, pero al mismo tiempo, sin realmente compartir su compromiso con la democracia.

No fue sino hasta algunos meses después del golpe venezolano que el Departamento de Estado admitió que le había brindado apoyo financiero y de otro tipo a “individuos y organizaciones que se entiende que estuvieron activamente involucrados en la breve expulsión del gobierno de Chávez”. En el golpe hondureño, el gobierno de Obama afirma que intentó disuadir al ejército hondureño para que no tomara esta acción. Sería interesante saber cómo se llevaron a cabo estas discusiones. ¿Será que los funcionarios del gobierno dijeron, “Ustedes saben que tendremos que decir que estamos en contra de una movida como ésa si la llevan a cabo, porque todo el mundo lo hará”? O será que más bien dijeron, “No lo hagan, porque haremos todo lo que esté a nuestro alcance para revertir cualquier tipo de golpe”? Las acciones del gobierno desde que ocurrió el golpe apuntan a algo más parecido a lo primero, sino hasta peor.

La batalla entre Zelaya y sus oponentes pone de frente a un presidente reformista apoyado por sindicatos laborales y organizaciones sociales en contra de una élite política corrupta, con conexiones al narcotráfico, que opera al estilo de una mafia y que está acostumbrada a escoger no solamente a la Corte Suprema y al Congreso, sino al presidente también. Es una historia recurrente en Latinoamérica, y Estados Unidos casi siempre se ha puesto del lado de las élites. En este caso, Washington tienen una relación muy cercana con el ejército hondureño, desde hace ya décadas. Durante los años ochenta, Estados Unidos utilizó bases en Honduras para entrenar y armar a los ‘contras’, los paramilitares nicaragüenses que se dieron a conocer por sus atrocidades en la guerra en contra del gobierno sandinista en el vecino país de Nicaragua.

El hemisferio ha cambiado substancialmente desde el golpe venezolano de abril de 2002, con otros once gobiernos de izquierda siendo elegidos posteriormente. Un conjunto entero de normas, instituciones y relaciones de poder entre el Sur y el Norte en el hemisferio han sido alteradas. El gobierno de Obama enfrenta hoy a vecinos que están mucho más unidos y mucho menos dispuestos a ceder en cuestiones fundamentales de democracia. Es por eso que la secretaria de Estado Clinton probablemente no tendrá mucho espacio de maniobra. Sin embargo, la ambivalencia del gobierno será notada en Honduras y muy probablemente podría motivar al gobierno de facto a que intente aferrarse al poder. Eso podría ocasionar muchos daños.
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*Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR), en Washington, D.C. Ha escrito numerosos informes de investigación sobre política económica. Es presidente de la organización Just Foreign Policy.
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Publicado en ingles en The Guardian Unlimited
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ALAI/02/07/2009

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